
En los últimos años Japón parece haber emergido en el mapa como un destino cada vez más frecuente, revelado en los reportajes de televisión de forma recurrente. La imagen del japonés ha variado de aquel señor pequeñito con gafas y una cámara fotográfica que hacía el anuncio de utensilios de cocina gritando aquello de “imital, imital, Melita imital” hasta la estilosa japonesa a la última moda que cada vez es más fácil diferenciar del resto de las mujeres asiáticas que viajan por Europa.
Se van cayendo los estereotipos del país y sus habitantes, injustos a la luz de lo que hoy conocemos de Japón pero que probablemente tuvieran su parte de razón en el pasado. Nos hablaban de un país muy caro, lleno de gente que hormigueaba por los andenes del metro de la inmensa ciudad que prácticamente se extendía por todo su territorio, estridente y cegadora en la noche de neón.
Nada más llegar a Japón te das cuenta de que cualquier imagen previa es falsa, pero hace falta un poco de tiempo para que, pausada y progresivamente, al ritmo de una estancia que cada vez se hace más relajada, vayan cayendo todas las ideas preconcebidas.
Japón no es un país caro. Debió serlo en el pasado, no ya para el españolito medio que no se atrevía a cruzar los Pirineos hace cuarenta años porque le resultaba imposible sentarse en un restaurante de Biarritz; también lo era para el turista europeo y americano. En los ochenta se decía que Tokio era la ciudad más cara del mundo, seguida de las capitales escandinavas y Suiza. Los aventureros que cruzábamos Europa de camping en camping no podíamos ni imaginar cómo podía un país ser más caro que Noruega donde la compra de unos bocatas en un supermercado salía a precio de restaurante de lujo en España. Por no hablar de gastos obligatorios como la tarifa del aparcamiento en las calles de Estocolmo o el precio de un frugal desayuno en una pastelería de Viena.
Pero ahora, Japón no es caro. Hombre, claro que puede llegar a serlo si se pretende un turismo de superlujo, pero eso pasa en Nueva York, en Londres o en Pamplona. Si te empeñas en disfrutar el mejor icono gastronómico de Tokio es como si al visitar Lyon fuera imprescindible cenar en Paul Bocusse. Hace poco, un amigo me hablaba de los precios en un restaurante –casualmente japonés- que está de moda en Nueva York: el cubierto de una cena de empresa, que afortunadamente no tuvieron que pagar de su bolsillo, salía por la fruslería de setecientos cincuenta euros, léase ciento veinticinco mil calas. Pero si te limitas a lo que debe ser la norma dietética del turista abierto y sin remilgos, cuyo principal objetivo es conocer el país, que no pretende trincarse un Rioja en la cena o continuar con la sagrada dieta del besugo-chuleta, si se ciñe a un sustancioso desayuno –recomendable que sea fuera de los hoteles- a un tentempié durante la jornada y a una cena agradable pero no excéntrica, te darás cuenta de que comer en Japón es más barato que en España.
Ciñéndonos al asunto de la carestía de vida –ya volveremos sobre el tema gastronómico- los hoteles son de un precio muy similar a los nuestros con la diferencia de que la oferta es muy superior por la posibilidad alternativa del Ryokan, hotel tradicional japonés: habitación minimalista, tabiques de papel de arroz, tatami, fouton y cena japonesa en la intimidad sobre una mesita muy baja cubierta de platitos y cuencos orientales. En todos los hoteles encontraremos un yukata planchado en un cajón, lo que es de agradecer porque esa prenda que recuerda las hechuras de un kimono y no es más que una bata ligera para estar en casa, resulta muy cómoda, menos engorrosa que la ropa occidental, y facilita los movimientos y las posturas para sentarse en el tatami. En verano, sobre todo en ciudades de rancia tradición como Kyoto, es muy normal salir a la calle con yukatas de algodón, más elaborados que los de uso doméstico, sueltos y frescos, para mejor soportar el calor húmedo de la costa asiática.
Una sorpresa agradable es que nunca hay que pagar propinas. Supongo que con la globalización puede llegar a perderse esta sana costumbre nipona. La implantación de cadenas hoteleras occidentales está cambiando el trato al cliente. De hecho ya empiezan a pedir tarjetas de crédito como garantía en la recepción de algunos hoteles, como el Westing Miyako de Kyoto, algo que antaño se habría considerado como una tremenda falta de cortesía. El botones subirá el equipaje porque es su trabajo -del que está muy orgulloso- y no esperará intercambiar la llave-tarjeta por una propina bajo manga. O quizá si… con tanto turista occidental invadiendo el país los últimos años es posible que el personal de hostelería se vaya contaminando; es lo que ha pasado en todo el mundo, incluso en países encantadores donde no hay más remedio que alejarse de la gente que rodea al turista para conocer la verdadera amabilidad de sus habitantes.
Desconocedor de esta costumbre, dejé una propina sobre la mesa tras la primera cena en Tokio. En la puerta fui alcanzado por un camarero a la carrera que después de tres reverencias y un apresurado inglés apenas inteligible, me devolvió el dinero con la explicación de que no se aceptaban propinas. Asunto concluido. Así de fácil. Nunca más una propina. Y la verdad, es un descanso. No por lo que pueda suponer económicamente sino porque el cálculo en cada país y circunstancia es un trabajo añadido al viaje y una preocupación para dar con el punto equilibrado de la propina adecuada.
El transporte, dicen los japoneses, es caro. Seguramente lo es pero no tanto para el visitante que puede adquirir una tarjeta para viajar en tren a precio especial turístico. El Japan Rail Pass se adquiere antes de viajar por períodos semanales que hay que calcular porque es inútil pagar dos semanas si los cuatro primeros días vas a estar en Tokio y los tres últimos en Osaka, pongo por caso. La tarjeta se activa en cualquiera de las oficinas de JR que se pueden encontrar en las estaciones de metro y tren. En ese momento empieza la cuenta del período contratado.
La visita a templos, museos y castillos es de pago pero el precio es muy similar al europeo.
Es imposible evitar las compras. El comercio está en todas partes, en la calle, en las estaciones… Especialmente en las estaciones. En verano puedes preguntarte dónde se ha metido la gente de las grandes ciudades porque están vacías. Lo están en la superficie pero la maraña de redes subterráneas es un hervidero de gente que recorre supermercados, grandes almacenes, boutiques y librerías… con aire acondicionado. Se puede comprar de todo porque es accesible a nuestros bolsillos. La ropa es más cara pero en los períodos de rebajas es posible encontrar verdaderas gangas.
La honradez es una cualidad sin discusión del japonés, ni siquiera se cuestiona o se plantea. Hay normas de conducta que parecen impresas en la piel o en la genética. Nadie te va a engañar, nadie te va a cobrar de más, nadie va a colocar una prenda defectuosa o va a trapichear con la picaresca de las rebajas a la que aquí estamos tan acostumbrados.
El comercio es un verdadero espectáculo por presentación, orden, colorido y calidad. No hay en todo el mundo una exposición de frutas y verduras como la de Japón. Las berenjenas o las sandías, las cerezas o el melocotón tienen un tratamiento de artículos de joyería. A veces lo parecen porque están a precio de oro. La fruta es un artículo verdaderamente caro: se presenta, se envuelve y empaqueta como un regalo cuando se hace una visita o se pretende agasajar a un amigo de forma delicada. También es un espectáculo el ambiente de la gente moviéndose, la luz, el color y el griterío constante de los anunciantes de cada comercio o cada puesto. En las boutiques también se oye una especie de letanía, más suave, menos gritona, de los dependientes o dependientas saludando o despidiendo a la clientela.
Se puede comprar de todo: ropa, seda, piel, artículos de regalo, del hogar… La delicadeza para cualquier actividad tenía que reflejarse también en la fabricación y presentación de joyería, bisutería, complementos, estuches… Pasear por las zonas comerciales es un disfrute, plagado de sensaciones, de hallazgos sorprendentes. Las calles están llenas de comercios, incluyendo la representación de las grandes marcas que han invadido el centro de las ciudades en todo el mundo, pero también se pueden encontrar galerías cubiertas que cierran el cielo de la calle, como las Teramachi de Kyoto, mercadillos como el Ameyuko junto al parque Ueno en el límite de Asakusa en Tokio o cadenas de todo a cien, identificables por un gran “100” que suele ser de color verde, que nada tienen que ver con sus homólogas en Europa –ofrecen artículos de mucho mejor calidad- donde conviene surtirse de regalos para la vuelta a casa, desde útiles de papelería hasta discos. En las grandes ciudades se puede encontrar, aunque no es fácil, una cadena de tiendas “TLC” en las que todos los artículos se ofrecen al mismo precio –alrededor de veinte-treinta euros- sean yukatas, relojes, carteras de piel o las populares jeta o chancletas de madera.
El dinero, en definitiva, tiene un valor aproximado al español para las compras en general, es sorprendentemente caro en frutas y mariscos, muy barato en comidas sin exigencia como las que se pueden hacer en los multirestaurantes de las galerías comerciales -menos de diez euros una caña de cerveza y un plato de pasta con setas shimeji y caviar rojo- y muy similar en el alojamiento. Cuesta llegar hasta allí porque la distancia es larga y el billete, forzosamente caro. Orientativamente: un billete de ida y vuelta sin descuentos, comprado dos o tres semanas antes del viaje, puede costar mil doscientos euros, pero para eso está la habilidad del viajero avisado, para conseguir con mucha más antelación un billete barato.
09/11/2010
Felicidades de nuevo por tu maravilloso blog! Me he hecho adicto! Hoy con el último post me has refrescado la memoria pues cuando estuve en Japón por primera ver junto a la selección nacional para celebrar el Mundial de Ciclismo me llevé la misma impresión que describes.
Gente amabilísima, muy educada, duspuesta a ayudar. En cuanto a los precios curiosamente yo me encargaba de comprar fruta diariamente para el avituallamiento de los ccilistas, de manera que cuando localicé una buena fruteria y elegí manzanas y peras para llevar, el tendero al ver que no era una pieza de cada lo que quería sino hasta una docena…! me sacaba una silla para que me sentara mientras me envolvían las piezas de fruta una a una y llamaban finalmente a un chaval que me las llevaba al hotel andando conmigo (era imposible decirle que no hacía falta que me las llevase!) con una sonrisa de oreja a oreja.
Eso sí, cada pieza costaba unas 100 pesetas de entonces! año 1990! Pero la experiencia fue genial, tal como tan bien describes.
Un fuerte abrazo y ánimo con esta maravilla que estás creando con tanto mimo y trabajo!!!
Txema
10/11/2010
¡Qué bonita aportación la tuya, Txema! Son tal como los describes. En capítulos sucesivos tengo la intención de hablar, precisamente, del trato recibido que fue extraordinario, como en ninguna otra parte del mundo, al menos de la parte que yo conozco.
Espero seguir atrayendo tu interés