
Garicano y las pastelerías de entonces. Capítulo 3
No sé cuánto tiempo llevo enfrascado en mis pensamientos. La secuencia de estos primeros recuerdos en Donostia, en esta misma calle, está tan gravada en mi mente que la estiro o encojo a conveniencia; puede durar lo que el tiempo real o una fracción de segundo. No sé tampoco qué me ha dicho Jaime ni cuánto tiempo lleva hablando. Con toda la cortesía de que soy capaz, pronuncio algunas palabras para acompañar las suyas, estrecho su mano y me despido. Avanzo por la calle que sólo tiene un frente de edificios porque junto a la acera del otro lado están el monte y el tendido de las vías de los dos trenes. Cuando llego a la esquina, doy media vuelta y me acerco al escaparate de la pastelería. Seguramente han cambiado muchas cosas desde aquel día pero a mí, todo me parece igual. Me gustaría ver un niño con la nariz pegada al cristal pero esos niños ya no existen; no les gustan los pasteles. No por eso voy a renunciar al placer de contemplar la exposición de tartas y embriagarme con el dulce aroma a confitería. Sé lo que voy a hacer pero necesitaba hacerlo sólo, sin la presencia fiscalizadora de Jaime. Entro y compro una bandejita de “ingleses”
La calle Azpeitia -antes de Juan José Prado- une el paseo de Errondo con la arteria más amplia de la ciudad, Sancho el Sabio, que sirve de salida hacia la autopista. La calle es corta, con tiendas de barrio en la acera sur. En la norte, las viviendas parten del nivel de la acera y esta ausencia de bajos hace imposible cualquier tipo de actividad comercial. El centro de esta acera de ventanas con macetas se abre para dar paso a una rampa de acceso a un extenso patio de manzana en el que todavía persisten pequeñas industrias familiares. A los lados de la rampa, sendos portales de vecindad. Abordo el de la izquierda y llego al ascensor, que ya no es aquel de dos puertas y subida vacilante. Ha sido sustituido, como casi todos en esta ciudad, por otro sin puertas, más seguro y moderno. Llamo al timbre pero tardan una eternidad en abrirme la puerta.
-¡Ander! ¡Qué alegría que hayas venido hoy! Tu profesor está un poco mustio y seguro que le anima tu visita. ¡Podrás quedarte a comer?
Doña Josefina me franquea la entrada y yo me acerco para darle dos besos. Esta entrañable mujer dedica su vida –la ha dedicado siempre- al cuidado de su marido, mi viejo profesor de Literatura, mi compañero en la aventura de los libros, el crítico más despiadado de mis crónicas y escritos. Toda la vivienda huele a cocina hogareña, a horas de puchero solitario y humeante. Avanzamos por el pasillo hasta el estudio del maestro, que encuentro sentado en un sillón de orejas junto a la ventana, con un libro entre las manos.
-¡Hombre, Ander! Precisamente estaba pensando en ti. He encontrado en la biblioteca, en la segunda hilera –ya sabes que no tengo sitio y ahora lleno los estantes con dos filas de libros- la biografía de Julio Cesar, versión de Gerald Walter. Y como sé cuánto te gusta, pensaba llamarte por si querías echarle un vistazo.
-¡Ya lo creo! Me encanta ese libro. Por cierto, que está bastante maltratado. Si quiere, puedo mandarlo encuadernar.
-¡Ni se te ocurra! Quiero conservarlo así, con ese aspecto señorial, con ese sabor a libro “de verdad” Le he cogido mucho cariño y, si lo encuadernas, perderá todo su encanto.
-Como quiera…Doña Josefina, he traído estos pastelitos.
El profesor dedica a la bandeja un destello goloso, me mira y sonríe.
-Siempre me traes pasteles, Ander. Te lo agradezco porque no puedo comerlos siempre que quiero, pero sí de vez en cuando y tu visita es una excelente excusa. ¿De qué son esta vez?
-Pues verá… ya sé que sus preferidos son los milhojas pero hoy me he parado en Garicano y he recordado una historia de mi infancia, ya sabe, cuando comprábamos tres por el precio de dos, y me ha apetecido mucho traerle unos pocos “ingleses”
-Estupendo. También a mí me traen muchos recuerdos. Haremos los honores con el café, después de comer. Ahora ven que quiero enseñarte un libro antiguo que encontré el otro día en librería Manterola. Es una edición de 1851, de Washington Irving, sobre el descubrimiento y colonización de América…
-¡Qué bueno! ¡Eso sí que es un descubrimiento! El mejor regalo que hoy me podía hacer…, don Jacinto.