abril 7th in 02. Relatos, El Viejo Donosti by .

Garicano y las pastelerías de entonces. Capítulo 2

   El domingo para un niño del San Sebastián de 1961 era un día muy especial, el único en toda la semana para disfrutar de la vida de barrio, de los juegos y luchas con grupos de amigos y bandas de enemigos, olvidado de la disciplina machacona y constante del colegio. En aquel tiempo, la jornada escolar comenzaba a las nueve de la mañana y terminaba a las siete de la tarde, de lunes a sábado, con una brevísima, fugaz, pausa de jueves por la tarde. El colegio, la escuela pública para los menos afortunados, era un lugar de sufrimiento, con profesores a la vieja usanza, instruidos en la máxima de “la letra con sangre entra” que contaban con el respaldo de unos padres muy conscientes de su papel de educadores en la misma filosofía, severa y a veces cruel.  

           El domingo, sí, era un día muy especial. Aunque hubiera que asistir a la misa del colegio a primera hora de la mañana, quedaba después todo un día de libertad y juegos. Incluso la ceremonia religiosa contaba con el atractivo de lo inusual, rodeada de boato y solemnidad. Los niños vestían sus mejores galas, el traje del domingo, que era traje en algunos casos -los menos- y jersey de punto con ochos trenzados, tejido por el sacrificio y el cariño de una madre, en la mayoría.

          Las fórmulas de la liturgia, los cantos… “Vayamos jubilooosos al-altar de Diooos”. Y los niños iban jubilosos. A pesar de todo, de los mamporros, de los castigos, de la tortura de tantas y tantas horas sentados en aulas sobrecargadas, masticando el aroma rancio de las tablas de madera del suelo, de los pupitres, de la tinta china, de las gomas de borrar, de toda la humanidad infantil que sólo se bañaba los sábados por la noche, respirando tras los grandes ventanales que se abrían cinco minutos cada hora. El aire helado renovaba el viciado pero no conseguía extinguir el olor, el olor del colegio. Ni bueno ni malo; familiar, espeso.

           Y comulgaban “como ciervos sedientos en torno a tu mesa, Seeeeñor”. En ayunas. ¿Será pecado mortal haber masticado un chicle dos horas antes? Y el repaso de los pecados cometidos desde la última confesión, no fueras a recibir la sagrada hostia en pecado mortal. El día anterior todo el colegio había renovado su conciencia.

           -Ave María. Hace una semana que no me he confesado y me acuso de haber mentido, haber insultado por bajines a mi profesor y haber quitado una chapa a mi compañero de pupitre.

           Se formaban largas colas de escolares en la iglesia frente al cura casi siempre anciano, de aliento insufrible que, por si todavía no te habías enterado, hablaba de tocamientos y pensamientos impuros y ordenaba el rezo de una colección de credos y avemarías. Qué alivio cumplir la penitencia, musitar las plegarias liberadoras y sentirse de nuevo reconciliado con la conciencia propia y colectiva, admitido de nuevo en el “cuerpo místico”, de nuevo alma pura, blanca como paloma, lavada de la negrura del pecado infame.  

           Pero desde el sábado habían pasado muchas horas, muchas ocasiones de pecar. ¿Y si habías pensado algo malo desde entonces? ¡Qué tremendo error plantear esta pregunta! La imaginación infantil vuela libre, incontenible, y ya no puede evitar el pensamiento impuro. “La Virgen es una cochina”. No quiere pensarlo pero cuanto más lo intenta, más difícil es evitar que la frasecita resuene en el cerebro mientras se acerca con las manos juntas hasta el reclinatorio. El cura llega escoltado por dos monaguillos, uno a cada lado, armado de palmatoria uno y de patena el otro, amenazando con las gotas de cera caliente, fundida bajo la llama oscilante de la vela en la palmatoria o con la bandejita metálica, la patena, de borde afilado que, además de proteger la caída de la forma, se te puede clavar en el cuello si el monaguillo tiene cuentas pendientes que hacerte purgar. Cuando surge la duda del último momento -¿Es pecado?, ¿venial?, ¿mortal?-, hay que ser un santo para levantarse y rechazar la comunión, ahora que eres consciente de tu pecado, el que acabas de cometer con el pensamiento desbocado. En esas condiciones, si comulgas, ya son dos. Muy graves. 

           -“No-estés eternamente-enojaaado, perdónale Señor”. El director, imponente en la primera fila, tapando el altar con su descomunal humanidad, envuelve con voz de trueno el coro de voces blancas y recalca con registros dramáticos el sentido de dolor y humillación del pueblo pecador, el causante de “las espinas en tu costado”, interpretación poco rigurosa por cuanto las espinas formaban parte de la corona y el escolar cree recordar que en el costado se clavó una lanza. En realidad, cada niño interpreta la canción de memoria sin haber leído nunca el texto, a veces con palabras carentes de significado, que acepta como rarezas de un léxico adulto lleno de misterios. El “yo nada anhelo” se convierte en “yonafarero”, que algo querrá decir. “Y salió sangre y agua”, que esa es otra. Nadie llega a captar el alcance de esta tremenda noticia. La sangre está claro, pero, ¿el agua? Son cosas de la religión, poco explicables, como ya reconoció el santo -¿Agustín?-, que pretendió desvelar el misterio de la Santísima Trinidad hasta que un niño envuelto en aura divina le demostró que era imposible vaciar el océano en un pocito excavado en la arena.  

           ¡Un lío!

           -“Yo nada-anheelo, yo sooy feliiiiz. El Reey del Cieelo ya mora-en mi”.

           Con el Rey del Cielo en el estómago, en el corazón, en el alma, nubes de niños corrían desbocados por el portalón del colegio, desparramándose por las calles, llenándolas de alegría.

           San Sebastián era entonces una ciudad melancólica, de atmósfera húmeda y gris, siempre a punto de bañarse en el xirimiri, esa cortina suave de lluvia ligera que acaba calando a base de constancia. El comienzo de las estaciones intermedias, entonces y ahora, es tan parecido que para diferenciarlas hay que levantar la vista a las ramas de los tamarindos y ver si han brotado o caído las últimas sedas verdes que cuelgan de sus ramas.

           Podían pasar meses enteros sumidos en la monotonía de los días oscuros, prematuramente cortos por la falta de luz, siempre húmedos, siempre mojados. A veces, sin embargo, la cortina de agua cobraba fuerza y, empujada por la violencia del viento, levantaba las hojas de los árboles en el Boulevard y volteaba los paraguas del transeúnte desprevenido al doblar las esquinas.  

           En los períodos de tregua, agotadas las nubes, conseguía el sol enviar algunos haces de luz, deshacer el plomo y llenarlo de matices de color del azul al amarillo. No hay nada parecido al cielo del Cantábrico, nada tan cambiante. No posee la intensidad mediterránea, el resplandor rojizo del atardecer en el trópico o el fulgor blanquecino del Pacífico, pero es único en su capacidad de metamorfosis. El gris se diluye y abre grandes claros, las nubes pierden los contornos y, dependiendo de la hora del día, se manchan de colores fríos por la mañana o cálidos para despedir al sol. 

           En algunas ocasiones, inesperadamente, surge un día radiante, luminoso, de atmósfera limpia. El cielo entonces es de un azul intenso y los contornos de la ciudad cobran una nitidez olvidada. El paseante se detiene en la barandilla de la Concha y contempla un horizonte curvo donde convergen el esmeralda de la bahía y el azul más hermoso que se pueda imaginar. 

           A veces, como por milagro, uno de estos días es domingo y los niños corren por las calles, amagando gestos de esgrima con espadas que sólo ellos pueden ver, arreando alazanes cuya grupa -el propio trasero- golpean con innegable realismo para estimular el galope. El choque plano de las botas “Gorila”, intencionadamente estrelladas contra el pavimento a paso de elefante, y el griterío de los niños, se suman como acordes a la sinfonía bulliciosa de una ciudad todavía amable, poco contaminada.   

           Los tres niños salen del colegio y recorren las calles cogidos de la mano, el mayor en el centro, protegiendo a sus hermanos. Miran con extrañeza las casas, las avenidas, los parques, el color de la ciudad. Todo es nuevo, todo está por descubri        

           A las diez de la mañana de cualquier domingo, la ciudad se despereza y emite sonidos atenuados. El tráfico es poco intenso y las gentes caminan por las aceras con bolsas de nylon para cargar las compras de la panadería, dos barras, un español y una Gurelesa azul. Preciosa, entrañable, familiar botella de leche de cuello ancho sellada con su tapón de chapita metálica. Las ricachonas del barrio compran “cruasanes” o suizos. A veces, en un alarde de poderío, encargan pan de molde, esa maravilla inalcanzable para la mayoría de los mortales, que huele a gloria de horno, a mantequilla y harina refinada. Los pasteles son cosa del padre de familia, que entra con mucha ceremonia a la pastelería después de la misa de doce, compra y balancea con gran delicadeza una bandejita prendida con la cinta de envoltorio.  

           El recorrido triunfal del feliz ciudadano comienza en la parroquia de la Sagrada Familia. Todavía no se ha podido construir la iglesia nueva y las misas se celebran en un bajo comercial del Paseo de Errondo, frente a las vías del tren de los Vascongados, que tiene la virtud de emitir su pitido más estruendoso en los momentos de mayor solemnidad litúrgica. El tren, procedente de Bilbao, recorre toda la cornisa y entra en la ciudad ceñido a la ladera del monte Pela. En un plano más bajo, remarcando la diferencia de categorías, circulan las vías del Topo, pequeño tren de cercanías que desde la frontera de Francia hace su recorrido por la zona industrial de Rentería y el puerto de Pasajes para converger con su hermano mayor en el centro de la ciudad.  

           En el momento del “Introibo ad altare Dei…” o en el sacratísimo “Hic est enim sanguini mei…” cualquiera de los dos trenes puede anunciar su entrada con un silbido coreado por el traqueteo de sus desvencijados vagones y el crujido de los viejos asentamientos de madera. 

           El monaguillo veterano, que recibe un duro por cada misa, responde el “Ad Deum qui letificat juventutem mean”. El resto de los latinajos no suelen ser tan acertados. El mayor atentado contra la lengua madre debe esperar al “Confiteor”. O se salta un párrafo, simulando recitar en voz baja el texto nunca aprendido, o recomienza la oración para enlazar el soniquete de forma automática y poder concluir con alivio en un amen desafiante, no sea que algún listillo de la concurrencia pueda soltar una carcajada. 

           Son tiempos en que la gente se baña el domingo por la mañana con agua caliente, restriega los pliegues más íntimos del pabellón auricular y hasta el cuello. Las damas huelen a perfume y los caballeros a loción de afeitar. La parroquia entera luce sus mejores galas. Corbata rigurosa y mayoría de traje gris. Pañuelos de seda y mantillas de blonda. Los zapatos nuevos se usan únicamente el domingo. Adquiridos en las últimas rebajas de Muro, permiten todavía el lucimiento de un brillo luminoso de bayeta de franela y betún del Búfalo. 

           Cuando el monaguillo pasa la colecta, el señorón extrae con parsimonia su monedero del pantalón recién planchado. Se toma el tiempo necesario, recrea la escena acariciando el plástico suave, la forma ovalada del último grito en monederos, con una hendidura longitudinal que cambia a transversa cuando se comprime en el hueco de la mano. Del pequeño tesoro, separa cuidadosamente una rubia y la deja caer desde la altura precisa para oír el choque metálico en la bandeja. ¡Qué regocijo!, qué hermoso disfrute sentirse en paz con Dios y con los hombres, miembro destacado de la comunidad, limpio de cuerpo, limpio de alma, buscar las páginas señaladas del misal, cantar a pleno pulmón alabanzas y promesas de contrición, responder en latín, comulgar con piadoso recogimiento y salir a la calle saludando a vecinos y amigos. 

           -Ite misa est.  

           Para llegar a la pastelería Garicano sólo hay que andar dos pasos. El parroquiano de alma renovada se detiene en la puerta, junto a los tres niños que miran el escaparate. Está despidiendo al sacristán que, tras abrir las puertas para facilitar la salida de los fieles, les saluda uno por uno, mayordomo en la mansión de su Señor. 

           -Buen día, Floren, recuerdos a la familia. Aquí me quedo. Ya sabe usted: los domingos acostumbro llevar una bandejita de pasteles a casa.

            -Adiós, don Jacinto, que los disfrute.  

           El escaparate es imponente. En primer plano, a varios niveles, se muestran los modelos de tartas elaborados en la casa, con su nombre y su precio, maravillas redondeadas con rombos de yema, mesetas de chocolate sobre lechos de bizcocho, filigranas de azúcar, modelados geométricos de crema y moka… el arte sublime de la confitería. Rodeando la muestra artesanal, flotan en sus pedestales de alambre enormes bandejas de pasteles de todas clases: rusos, petit-sous, rellenos de Bergara, milhojas… y la estrella de los pasteles, el borracho de casa Garicano en sus dos modalidades: los  redondeados, de tono ambarino, brillantes por el néctar alcohólico que rebosa los poros de la masa esponjosa, coronados por una cúpula de nata, y los cónicos de color amarillo, totalmente empapados de almíbar. 

           Aquí y allá, rellenando los espacios, equilibrando las masas de tan dulce obra de arte, bolsas de celofán repletas de peladillas azucaradas en color blanco y rosa, guirlaches, figuritas de chocolate, tarros de caramelos. En el centro, sintetizando todo el conjunto, como el auténtico corazón del obrador, un enorme plato de cristal sirve de pedestal a una pirámide de pequeños pasteles de color indefinido, cubiertos de una delgada capa de azúcar glasé. Los “ingleses” de Garicano, más sencillos que sus homólogos de Iturbe, se han hecho populares porque están al alcance del bolsillo dominical de cualquier niño. Para dar salida a estos pastelillos elaborados con restos de masa, se ofrecen al módico precio de una peseta. Comprando dos, el tercero es de regalo. 

           Los tres niños pasan en ese momento por delante de la pastelería y se encuentran. de pronto, sumergidos en la marea de gente que sale de aquella iglesia provisional, perdidos entre la multitud de feligreses. Se han quedado frente al escaparate, mudos en la contemplación de tanta maravilla. Para ellos todo es extraño. Llegados a la ciudad tan sólo dos días antes, aún no han tenido tiempo material de adaptarse a un cambio tan radical como supone el salto de la soledad de su casita en el campo al bullicio de este barrio inmenso, poblado de grandes bloques de viviendas. No sirve de consuelo contemplar los pasteles del otro lado del cristal cuando no hay ninguna posibilidad de probarlos. 

           -Si yo tuviera dinero -comenta Andrés, el mayor de los tres- compraría la tarta de chocolate y me la comería entera. 

           Ninguno de los otros dos se atreve a contradecirle, pero la expresión de Daniel, el segundo, revela por la indulgencia de su sonrisa, ciertas dudas sobre la posibilidad de que su hermano pueda alguna vez cumplir un deseo tan disparatado. 

          -Algún día tendremos dinero para comprarnos todos los pasteles que queramos. Sólo hay que desear una cosa con mucha fuerza para poder conseguirla. Ahora parece muy difícil pero no tiene que serlo tanto cuando ese señor que está dentro, con esa pinta, puede comprarse una bandeja tan grande. 

          -Esa pinta -contesta Daniel- es la de la gente rica y los ricos pueden hacer lo que quieran.

            -No, Dani, aquí no es como en la finca. Aquí ya no hay amos que lo tienen todo y peones que no tienen nada. Todo el mundo puede tener dinero si consigue un buen trabajo. Es difícil ganar dinero pero se puede hacer. 

           -Sí, claro, pero los trabajos buenos son de los ricos; y los malos, de los de siempre.  

           La discusión queda en el aire cuando Juan, el más pequeño, reclama la atención de sus hermanos, señalando a un grupo de gente que se acerca a la puerta de la iglesia. 

          -Mirad, es un bautizo. 

           La comitiva, encabezada por una señora que lleva en brazos un niño de pocos días envuelto en faldones y chales blancos de puntillas, entra ordenadamente en el recinto sagrado. Caballeros elegantemente vestidos y señoras de rigurosa peluquería, con una generosidad en la aplicación de maquillaje como los tres hermanos jamás han visto, preceden a algunos niños de calcetines blancos y zapatos de charol. 

           -Parece que a estos chavales de la ciudad les visten de uniforme -comenta Andrés-. Si no fuera porque los colores son distintos, parecerían todos hermanos. 

           Una pequeña multitud de niños se han congregado en la puerta de la iglesia observando la entrada del cortejo. Las palabras de Andrés, que todavía no ha aprendido a corregir el tono alto de voz propio de la rivera navarra, resuenan con perfecta nitidez por encima de los murmullos de los demás niños. Uno de ellos, se vuelve con cara de pocos amigos. 

           -Lo que pasa es que tú eres un paleto y no sabes que para ir a misa hay que ponerse la ropa de los domingos. 

           -Y tú eres un chulito y no sabes que, al que me insulta, le rompo la cara. 

           -¡Ja! 

           No hace falta ninguna señal. Se abre un círculo que deja a los dos niños en el centro, mirándose ferozmente. El desconocido se vuelve a otro chico, presumiblemente su hermano, y le da su chaqueta. 

           -Guárdamela, Pepe, que voy a enseñarle educación a este pueblerino. 

           Al principio, Andrés pierde terreno ante los empujones de su adversario. Está acobardado en aquel ambiente de ciudad, rodeado de tantas caras extrañas. La sensación de inferioridad frente a aquellos chicos de ciudad le domina, se siente agarrotado, debilitado por la timidez y el miedo al ridículo. Fugazmente, ve la cara asustada de su hermano menor y algo muy profundo se revuelve en su interior, la necesidad de consolarle, de demostrar que ellos pueden ser unos ignorantes recién llegados pero no inferiores a los demás.  

          Y recuerda las peleas en la finca. Ha tenido que aprender a defenderse de la superioridad física de los hijos de los labradores, ganando su respeto a fuerza de recibir golpes sin una queja, apretando los dientes y respondiendo con furia y constancia sin hacer caso del dolor. Cuando aprendió a esquivar, todo fue mucho más fácil y sus propios golpes adquirieron eficacia. Por fin, como premio a tan duro aprendizaje, consiguió derrotar al matón del latifundio, un mocetón tres años mayor que se retiró llorando con la nariz rota por un cabezazo.

          Ahora ve la cara de su contrincante, quien no deja de golpearle machaconamente en el hombro izquierdo. Tiene preparado el puño derecho pero no se atreve a responder, a éste no quiere romperle la nariz. Recuerda la sensación de culpa y de pena, para qué hablar del castigo que su padre le tuvo que imponer, cuando terminó con aquel labrador.

            Sigue aguantando los puñetazos en el hombro sin sentir dolor. Eso lo ha aprendido muy bien. Su rival, envalentonado, comienza a golpearle en la cara con la mano abierta.

          -Venga, paleto, ¿tienes miedo?

          El dolor físico resulta soportable, pero la humillación de las bofetadas es demasiado. Se acuerda de la “otra” pelea, la que libró con el señorito de la finca. Entrenado en mil escaramuzas, podía haber destrozado a aquel mequetrefe, pero tuvo que aguantarse, soportar el contacto de aquella mano afeminada golpeándole la mejilla y darse la vuelta, llorando de rabia y de impotencia. Pero ahora no, aquí no hay señores ni siervos. Hemos venido a vivir a esta ciudad donde todos nos van a respetar. “Juanito, no te asustes, que a mí este tonto no me puede, no nos va a poder nadie”

          La violencia del puñetazo en la boca del estómago deja sin respiración a su oponente. Con sólo un empujón, consigue tirarlo de espaldas, sentarse sobre su abdomen, y sujetarle los brazos con sus rodillas. Así, con las manos libres, le da dos suaves cachetes en la cara. Finalmente, levanta el puño cerrado y lo lanza a plena potencia hasta dejarlo a un centímetro de la nariz de su asustado rival que aún no consigue respirar regularmente.

          Le ayuda a levantarse y golpea su espalda hasta arrancarle una fuerte tos que se repite convulsivamente varias veces. Doblado por la cintura, con las manos apoyadas en las rodillas, va recuperando el ritmo respiratorio. Al incorporarse, se vuelve hacia Andrés que inicia la retirada con el brazo sobre los hombros de su hermano Juan, y le sujeta por el codo.

            -Espera, no te vayas.

           Durante unos segundos el jadeo le impide hablar pero la expresión de su cara hace perfectamente inútil cualquier explicación. Con una semisonrisa y la mirada dirigida directamente a los ojos de Andrés, extiende su mano derecha.

          -Perdona, he sido un zoquete -dice al fin-. Tú, en cambio, te has portado estupendamente. No rechaces mi mano, por favor.

           Andrés adelanta su mano para estrechar la que le ofrecen.

           -Está bien. Por mí, olvidado. 

            -Soy Carlos Tellechea y éste es mi hermano José. 

          -Mucho gusto. Yo soy Andrés Garolain. Daniel y Juan son mis hermanos. Como has podido notar, acabamos de venir a San Sebastián. Llegamos hace sólo dos días. Antes vivíamos en el campo, en Navarra. Venimos de la misa en el colegio de los corazonistas de la calle Sánchez Toca. Ayer fue nuestro primer día de clase pero todavía no conocemos a nadie.

           -A todos nos pasa lo mismo. Aunque somos donostiarras, hace poco que llegamos a este barrio porque es nuevo. Casi todas las casas se han construido en los últimos años.

          -Mira, Andrés –Juan tira de mi pantalón para obligarme a mirar la escena que señala con el dedo. La comitiva del bautizo sale de la iglesia y un señor muy elegante, de traje azul marino, arroja monedas con la mano derecha de una gran bolsa de papel que sostiene con la izquierda. Son monedas niqueladas y de poco peso, de diez céntimos, que parecen quedar suspendidas en el aire un momento antes de caer como granizo plano sobre la gravilla. Todos los niños que esperaban en la puerta se lanzan a recogerlas, levantando nubes de polvo, deslizándose por encima de las piedritas del suelo, cayendo a veces, disputando el botín con los rivales más próximos.

          -¡Vamos! –Carlos y José corren hasta el grupo y demuestran una habilidad seguramente entrenada en ocasiones similares. Miran al padrino -el señor del traje azul-, observan la trayectoria de las monedas y corren por ellas, sorteando otros niños, adelantándose, recogiendo una moneda tras otra con gran rapidez.

          En un primer momento no comprendemos lo que sucede. No estábamos preparados como los demás niños, que sólo esperaban la salida del bautizo para colocarse. La bolsa de papel cada vez está más vacía y los puñados de monedas son más pequeños, pero aún me da tiempo a correr hacia el grupo, mirar al suelo y localizar unas pocas que atrapo rápidamente, antes que reaccionen mis competidores. En un momento todo ha terminado y los niños se retiran con paso lento, contando las monedas. Yo también miro las mías.

          -Doce 

          Juan observa, con ojos como platos, el montoncito de monedas. No puede creer que alguien las tire con tanta largueza ni que hayamos tenido la fortuna de recoger algunas.

          -¿Y qué podemos comprar con eso?

          -No mucho –responde Carlos que ha vuelto a acercarse-. Podéis comprar un “inglés”, que vale una peseta, y con los veinte céntimos que sobran, dos bolitas de chicle rosa o dos barritas de regaliz. ¡Hala, vamos!

          Seguimos a Carlos y Pepe al interior de la pastelería, disfrutando nuestra condición de compradores. Hace un momento estábamos mirando el escaparate con mucho respeto y bastante timidez, pero ahora tenemos un dinero que gastar, lo mismo que el señor que acaba de comprar una bandeja de pasteles y que ahora vuelve a entrar. Pasa junto a nosotros y se dirige a la dependienta cuando comprueba que nuestro pedido va para largo. Miramos el montoncito de monedas que he colocado sobre el cristal del mostrador que transparenta las golosinas de su interior, decidiendo con mucha cautela nuestra opción de compra. Nuestra indecisión es aprovechada por el señor que acaba de entrar para hacer su pedido:

          -Dos barras de pan y una de molde… Los pasteles casi me hacen olvidar la compra de todos los días. Por poco me voy a casa sin el pan.

          -Un momento, don Jacinto –contesta la dependienta-. Está a punto de salir una remesa de pan recién hecho y se lo puede llevar calentito.

          -Ah, muy bien. Al final, he tenido suerte gracias al olvido.

          -Niños, ¿qué queréis? –el tono de amabilidad melosa utilizado con don Jacinto, se torna en otro un poco más áspero al dirigirse a nosotros.

          Sin dar opción a mis hermanos, me adelanto porque soy el mayor y porque las monedas son mías:

          -Un “inglés” y dos barritas de regaliz.

           Dani y Juan me dejan hacer, observando el proceso con mucha seriedad. Juan no quita el ojo del pastel, el envoltorio marrón muy fino y el paquetito que hace la dependienta al enroscar las puntas de papel de ambos lados mientras lo hace girar utilizando el peso del pastel. Después saca de un cubilete de cristal dos barritas de regaliz negro y rizado, me las da y recoge las monedas del mostrador.

          -Una veinte. Muy bien. ¿Otro?

          Carlos ha tenido tiempo para decidir: 

          -Cuatro “ingleses”, dos regalices y cuatro bolas de chicle.

          -Muy bien… cuatro ingleses, que con los dos de regalo son seis… dos regalices… y cuatro chicles. Son cuatro sesenta.

          -¡Justo! –Carlos tiene las monedas preparadas en la mano- Tome. Vamos, Pepe, que nos tenemos que ir. -Rodea los hombros de su hermano y los dos se dirigen a la salida, mirando su tesoro de golosinas. En el último momento, se vuelve hacia nosotros:

           -¡Adiós! Nos veremos por el barrio. Esta tarde, si queréis, estaremos jugando en la plaza del Sauce.

          -Adiós.

          Todavía en el interior, sujeto la bolsa con la delicadeza que merece el tesoro. Mis hermanos observan esperando mi decisión. Saben que la compra obedece a un plan establecido pero todavía no saben cuál.

          -Toma, Juan. El pastel es para ti, pero nos tienes que dar un mordisquito para que lo probemos. Los regalices son para nosotros pero también te daremos un cachito cada uno.

           Don Jacinto, el señorón de la bolsa de pasteles, está pagando el pan. –Ocho cuarenta- Un movimiento de su gran humanidad delata que está pendiente de nuestra conversación. Enfrentado a mi hermano pequeño, pillo una mirada de complicidad que dirige a la dependienta.

          -Pero Inés –le oímos decir-, ¡si estos niños son nuevos…! ¡Y no les has dado el regalo de bienvenida! Como se entere el señor Garicano, se va a enfadar contigo. Con lo que a él le gusta dar la bienvenida a los clientes que entran en su casa por primera vez…

          Inés no sabe muy bien qué cara poner. No entiende nada. A cualquier otro cliente, le mandaría a paseo, pero don Jacinto es otra cosa. Compra pasteles todos los domingos… incluso pan de molde. Opta por una posición cautelosa, esperando nuevos datos que interpretar.

          -Si, mujer. Tienes que darles otro “inglés”. Y como ya han comprado uno, también el de regalo. O sea, que les debes dos “ingleses”… Bueno, no te entretengo más, que yo también tengo un poco de prisa. Aquí tienes: nnnnu-e-ve… cuarenta. ¿Está bien?

          Inés, por fin, parece entender la jugada. Le están pagando una peseta más. Recoge los dos billetes de cinco pesetas, los introduce en la caja registradora y devuelve una moneda perforada de dos reales –cincuenta céntimos- y una “perra gorda”, como se llama familiarmente la moneda de diez céntimos. Sesenta en total.

          -Muchas gracias, Inés. En fin, como veo que estos chicos, que se llevan tan bien y reparten las cosas como buenos hermanos, tienen un pastel para cada uno y sólo dos barritas de regaliz, quédate con esa “perra gorda” y así redondeamos el premio que merecen por quererse tanto.

          -Muchas gracias, señor, pero no es necesario –Estoy verdaderamente agradecido a don Joaquín pero mis padres nos han advertido muy seriamente que no debemos entrar en contacto con extraños y menos aceptar regalos.  

         -No, hijo, ya lo creo que es necesario. He visto lo que has hecho: repartir el dinero que has recogido en el bautizo con tus hermanos. Y le has dado el pastel al más pequeño. Eso que has hecho, siempre tendrá un premio. A veces no lo verás tan claramente como ahora. No te ofrecerán regalos pero bastará que tú sepas lo que has hecho. Y no te preocupes, que no soy un extraño. Aquí todos me conocen y tus padres también me conocerán dentro de poco. Así que puedes aceptar este premio que, aunque pequeño, será muy difícil de olvidar porque es el premio a tu bondad.

         -Se lo agradezco, señor.

         -De nada, hijo. Que disfrutéis de los dulces.

         No hemos tenido tiempo `de reaccionar, los tres inmóviles, contemplando cómo se cierra la puerta mientras don Jacinto se aleja con los panes en una mano y la bandejita en otra, saludando a los transeúntes con inclinaciones de cabeza y una gran sonrisa, al ritmo lento de sus pasos, con las puntas de los relucientes zapatos marcando las diez y diez, apoyando antes los tacones que las punteras, acompasado al suave balanceo de la bandejita suspendida de la cinta celeste. También nosotros, cuando por fin reaccionamos y recogemos el paquetito que ha preparado Inés, salimos a la calle. Y no sabemos si el sol, que ya levanta hacia medio día, ilumina la calle con más intensidad o es que el hecho de llevar un pastel y una barrita de regaliz en cada mano hace que todas las cosas brillen con más intensidad en esta ciudad que, de forma tan inesperada, acaba de darnos la bienvenida.