Mi sesión quirúrgica comienza a primera hora de la tarde, poco antes de las dos. Me gusta estar despejado, haber dormido bien, y no soportar una digestión pesada. Procuro comer  un bocado ligero, sobre la marcha, y beber una cola o un café que me sirva de estimulante. Por la noche puedo resarcirme con una cena relajada, ennoblecida por un buen reserva. No me gustaba el vino pero, tras acumular botellas obsequiadas por mis pacientes, decidí un día hacerles aprecio, degustando los caldos más selectos de esta pequeña bodega del agradecimiento. Es un premio que sabe a gloria, que conjuga las sensaciones del paladar con la satisfacción del trabajo bien hecho, con la perspectiva de un problema solucionado, con esa pequeña dosis de la droga que engancha a los médicos, sobre todo a los cirujanos: el reconocimiento, la mirada o la palabra de un paciente aliviado. Los otros, los casos complicados o fallidos, no tienen premio. No hay vino que adormezca el recuerdo ácido del fracaso, que evite la mirada a oscuras, de madrugada, a los números rojos del despertador digital que se proyectan en el techo de la habitación.

 

 

 

 

          Cumplo el ritual del día de quirófano. Después de varias vueltas alrededor de la clínica, consigo al fin aparcar el coche… sobre la acera, en lugar prohibido pero tolerado, en la zona de urgencias, territorio sin multas ni grúas. En la puerta coloco el pulgar derecho sobre el identificador de huellas dactilares. Tengo que repetir tres veces la operación para que se encienda la luz verde y se abra la puerta. Me lavo tantas veces las manos que es muy difícil identificar mis huellas, parcialmente borradas, en los lectores. Todavía tengo que pasar un segundo control para entrar en el vestuario. Esta vez se abre a la primera.

          Me molesta toda esta rutina de elegir el pijama de mi talla, buscar los zuecos que siempre están fuera de su sitio y que he acabado por marcar con un sello personal de tinta roja, cambiarme, guardar la ropa en la taquilla que ha dejado de ser mía desde que arrancaron la etiqueta de identificación y ahora es del primero que llega, meter la moneda y extraer la llave, y colocarme el gorro de papel desechable y la mascarilla. No me olvido de llevar el i-pod porque me gusta oir música de fondo cuando opero… clásica, orquestal, canción ligera, y mis favoritos: Dinah Washington, Roger Whittaker, Leonard Cohen, Cat Stevens, Serrat… ¡los Panchos! No puedo con la estridencia de la música moderna de conjuntos, me desconcentra. Eso me crea algunos problemas con las jóvenes enfermeras y tengo que aguantar comentarios jocosos sobre los gustos arcaicos del doctor. Tengo que hacer algunas concesiones, no me disgustan Coldplay, Strokes… pero ya no valen Pink Floid o Supertramp.

          El diseño de los nuevos quirófanos es muy agradable, supongo que tranquilizador para los pacientes. Conjuga colores puros en gama atenuada, líneas rectas y curvas, y evita la sensación de profundidad infinita, de traslado al fondo de la perspectiva por los pasillos sin fin, el paciente tumbado en su cama, mirando el paso intermitente de fluorescentes desvaídas en el techo. Más parece que estemos en una guardería de diseño. En la sala de preanestesia, entre las camas que esperan su paso al quirófano, sólo faltan unos juegos de construcción con maderitas multicolores.

          Margarita está hecha un manojo de nervios. Lleva un rato de espera en la sala, ha sido reconocida por el anestesista y, a pesar del ambiente colorista y relajado de la instalación, no deja de estar en el centro de un bloque operatorio, sujeto pasivo en el ojo de un huracán de frenética actividad. Circulan enfermeras y auxiliares a paso de marcha con bandejas de instrumental, limpiadoras con carritos rodantes, celadores empujando camas, torres de artroscopia y aparatos portátiles de rayos X, cirujanos más pausados que arrastran los zuecos de goma y parecen leer las flechas indicadoras del suelo, inmersos en sus pensamientos, concentrados en la siguiente operación…

          -¿Qué tal, Margarita? –la pregunta, claro, no tiene respuesta pero es una forma de conectar con la paciente y dejar que exprese sus emociones contenidas.

          -Un poco nerviosa, doctor. Ya tengo ganas de que empiece la operación para que termine cuanto antes.

          -No se preocupe. Es normal que esté nerviosa, pero ya verá cómo todo es más sencillo de lo que imagina. Tenemos un anestesista muy seguro que le va a dormir las piernas sin nada de dolor y le pondrá un sedante en el suero. Después todo será mucho más fácil, estará más tranquila y, si quiere, podrá ver la intervención.

          -Ah, no. Prefiero no ver nada.

          -Eso dice todo el mundo pero al final, miran. Además no impresiona nada. Ni siquiera se ve sangre. Es como una película en el monitor que no podrá relacionar directamente con su rodilla.

          -No sé, no sé. Ya veremos…

          En el quirófano todo es actividad. Clara, mi instrumentista, ya se ha lavado. Aislada por una bata y guantes estériles, sus grandes ojos me miran por encima de la mascarilla. Son tan expresivos que, aunque no puedo ver el gesto de la cara, me cuentan todo a través de una ligera dilatación de pupilas, un arqueo de cejas o la aparición de unas arrugas en la comisura, que empequeñece por la contractura de los párpados. Algo le ha hecho sonreir pero no me lo cuenta ni yo lo pregunto, aceptando el sutil juego de comunicación, el de las cosas que se pueden y no se pueden decir al jefe.

          -Buenas tardes –el saludo general es para todas las personas que en ese momento bullen por el quirófano. Clara prepara el instrumental que una enfermera de campo le va entregando a medida que rasga los sobres estériles que lo contienen, el camillero termina de colocar a Margarita en la mesa, el anestesista consulta los gráficos del monitor, su enfermera carga unas jeringas, dos auxiliares van y vienen desde el almacén, dos estudiantes de enfermería en prácticas y un médico en período de formación observan desde un ángulo de la sala los movimientos medidos y consensuados de los que, por la repetición de sus actos, saben exactamente qué tienen que hacer porque esta función fue estrenada hace mucho tiempo y cada nueva interpretación es un ensayo que afianza la seguridad de los actores.

          Antes de lavarme compruebo que todo está en orden. El trabajo de Clara no necesita supervisión pero el resto, al depender de personal cambiante, prefiero revisarlo personalmente.

          -¿Ha llegado el doctor García?

          Clara arquea la ceja derecha, lo que en su código quiere decir “vaya pregunta” Mi ayudante sufre un síndrome crónico de impuntualidad que le impide llegar a tiempo y ocuparse de “pequeños” detalles como, por ejemplo, colocar la isquemia.

          Trabajo con la pierna libre de circulación sanguínea. Para ello, exprimo la pierna desde el pie hasta la ingle con una venda de goma. Para evitar que se vuelva a llenar, hinchamos a presión un manguito que rodea el muslo. La enfermera de campo controla la presión.

          -¿Cuánto, doctor?

          -Trescientos cincuenta.

          Compruebo las conexiones de la torre de artroscopia, el canal de grabación del monitor, la fuente de luz, la cámara y el motor. Introduzco un disco en el DVD para grabar la intervención. Es un documento muy útil por cuanto permite repasar la intervención en caso de dudas por alguna complicación en el postoperatorio o en el resultado a largo plazo, y al paciente le gusta guardar ese momento especial de su vida en el que tuvo que ser intervenido.

          Aprieto el conmutador de la pared y se abre la puerta corrediza. En los lavabos, abro el sobre de plástico que contiene el cepillo estéril impregnado de jabón y solución antiséptica.

          -Buenas tardes, jefe.

          -Doctor García, no tiene por qué preocuparse. He instalado el paciente y está hecha la isquemia. En cuanto termine de lavarme, le preparo el campo quirúrgico para que pueda empezar la intervención.

          La ironía del comentario hace enrojecer a mi ayudante pero repetimos la escena tantas veces que la fuerza de la costumbre quita virulencia a mi ataque. Es como un ritual entre viejos amigos que bromean sobre asuntos cuya clave sólo ellos conocen.

          -Lo siento. No he podido llegar antes. He tenido un recambio de prótesis en el hospital y se me ha complicado un poco. Pero ya me pongo en marcha.

          -Venga, venga, Felipe, lávate y monta el campo. La primera intervención es una plastia de cruzado. Señora de unos cuarenta años con rodilla inestable por un episodio traumático de mes y medio de evolución. La resonancia informa integridad meniscal. Le vamos a poner una plastia en cuatro bandas de “pata de ganso”

          -¿Qué anclajes?

          -Como casi siempre: tornillos interferenciales biorreabsorbibles. En este caso, los prefiero al endobutton.

          Nos lavamos frente al grifo, mirando los dos el cristal que nos separa del quirófano. Mientras hablamos podemos observar lo que ocurre dentro. La paciente está despierta pero muy tranquila. En el gotero le han introducido un sedante que le ayuda a contemplar su entorno con una mirada de placidez y hasta apatía. Probablemente dormirá un rato mientras duran los preparativos. El muslo está sujeto por una mordaza metálica al cuerpo de la mesa, cuya porción inferior ha sido desmontada y la pierna cuelga con la rodilla flexionada.

          Restregarse manos y antebrazos durante diez minutos es muy aburrido. Seguimos la rutina de frotar con el cepillo enjabonado desde la mano hasta el codo, cambiando periódicamente de un lado a otro. Tenemos que insistir en la limpieza de uñas, recortadas previamente para impedir el alojamiento de suciedad. Es un gesto automatizado por la repetición, y nuestra mente, muy activa por la inminencia de la operación, necesita relajarse a través de la conversación. Son momentos de confidencia, intensos pero cortos. Felipe habla de sus cosas, de la guardia del hospital, de la prótesis complicada:

          -Se nos ha atascado el extractor y no podíamos soltarlo. Con la cadera abierta y luxada para colocarle el vástago femoral, teníamos una vara de acero de casi un metro alojada en la diáfisis, saliendo desde el muslo en paralelo al cuerpo del paciente. No había forma. Nos turnábamos para tirar de la empuñadura pero no quería salir. Ya no sabíamos si llamar a talleres del hospital para que algún “arreglatodo” nos diera una idea.

          -¿Con quién estabas operando?

          -Con Piniés.

          El jefe de servicio y yo somos viejos conocidos. Nunca nos hemos llevado bien. Creo que no le gustaba mi forma de ser, mi ambición, mi carácter extrovertido. Aún ahora, nos saludamos con corrección pero con una frialdad que no es normal entre compañeros de profesión que trabajan en el mismo centro. Los dos recordamos los hechos que jalonan nuestra relación, su falta de apoyo cuando conseguí mi plaza por oposición o cuando solicité becas oficiales y ayudas extraoficiales. Sin ataques frontales pero ninguneos continuos. Son las pequeñas miserias de la profesión.

          -Entonces, no has tenido gran ayuda. El viejo ya no está para muchos trotes.

          -Y tanto. Además se me ha cabreado. Estábamos cansados y tan desesperados que me he puesto a parir ideas un poco a lo loco, a ver si alguna podía valer.

           -Y se te ha ocurrido alguna que no le ha gustado.

          -Sssi… pero por decir ¿eh? Que no hablaba en serio

          -A ver, Felipito, ¿qué le has dicho?

          -Pues que, si no podíamos sacar la barra, a lo mejor teníamos que cortarla, dejando un trozo dentro del hueso, para poder cerrar.

          -¡Pero qué bestia!

          -¿Y qué quieres? Yo no hacía más que pensar en posibles soluciones rechazándolas todas por disparatadas, pero ésta la he dicho en alto.

          -Al final la habéis sacado…

          -Pues sí. Con la mala uva que se me estaba poniendo, he pegado un estirón a la empuñadura y he conseguido sacarla.

          -¡Bien hecho! Mejor que dejarle una barra de acero reforzando el hueso…

          -¡No sé para qué te lo he contado! Ahora me vas a machacar con la dichosa barrita toda la tarde. No lo dirás ahí dentro, ¿no?

          Felipe sabe que no. Las conversaciones frente al grifo son sagradas. Me apiado un poco de él y decido empatarle.

          -Te voy a contar algo que, como se te ocurra divulgar, te mato. Cuando yo era residente me pasó una vez exactamente lo mismo. También operaba Piniés. Era la primera vez que me lavaba con él pero desde el principio me di cuenta de que no seríamos amigos del alma. Después de unos cuantos tirones, cuando estábamos jadeantes y sudorosos, se me ocurrió decir que en los grandes puertos desatascaban las piezas herrumbrosas regándolas con Coca-Cola.

          -¡No jodas!

          Ya era muy tarde para rectificar. Tenía que terminar el relato:

          -Se quitó la bata y los guantes para descansar un rato. Se fue a fumar un cigarro y me dejó solo, mirando el extractor atascado, a punto de echarme a llorar mientras le oía vociferar por el quirófano, prequirófano y pasillos. Yo seguía con la vista fija, como hipnotizado, sujetándome las manos, mientras le oía a lo lejos – ¡Coca-Cola! ¡Este tío es idiota!- Las enfermeras se me quedaron mirando, el anestesista estaba paralizado con una jeringa recién cargada, que mantenía hacia arriba a la altura de su cara. Todavía veo la escena congelada, todo el mundo mirándome como si hubiera pronunciado un conjuro. Y de repente, empezaron a reírse. Primero la limpiadora, una gorda de voz aguardentosa que se agarraba de los riñones y lloraba de risa. Después, todo el quirófano mientras yo quería que se hundiera el suelo. Todavía me lo recuerdan los veteranos.

          Felipe sólo sonríe, en parte porque comprende una situación vivida por él y en parte porque todas mis historias le suenan un poco a las guerritas del abuelo. Me sorprende que, cada vez con más frecuencia, le cuente historias repetidas sin ser consciente de ello. Terminamos por aclarar el jabón antiséptico y, con mucho cuidado de no tocar nada, apoyando el codo en el interruptor, abrimos la puerta de quirófano. La instalación está hecha. Vamos a comenzar la intervención.