
“Angel Olmedo Carrascal”
El nombre del profesor seguía escrito en la pizarra y el grupo de cincuenta alumnos embutidos en el aula -vieja y rancia aula de pupitres de madera grabados por el paso del tiempo y las inquietudes artísticas de varias generaciones de inquilinos, de paredes cubiertas de mapas, láminas de anatomía y fervorosas imágenes religiosas, de mucho polvo y escasa luz- alumnos paralizados por el asombro, atentos a las señales, contemplaba con estupefacción la puesta en escena de un joven profesor que todavía no sabían cómo etiquetar.
La experiencia en presentaciones de varios años en el colegio les hacía desconfiar de la declaración de intenciones de cualquier profesor el primer día de clase. Sabían que la novedad podía resultar muy engañosa, que la simpatía inicial tornaba en severidad por un quítame allá esas reglas de ortografía o esos quebrados de solución fallida.
Pero este profe rompía todas las reglas. O era imbécil y se iba a convertir en el centro de la diana durante todo el curso o estaba loco y esa posible locura abría un abanico de posibilidades de difícil predicción, porque la experiencia también enseñaba que la locura del que manda la pagaban los mandados.
Seguía su discurso en voz queda, casi susurrante, pero eso sí que no engañaba a nadie. Estaba claro que no era su estado natural, que el timbre y tono correspondían a una persona capaz de reventar un tímpano. Pero seguía hablando bajito y la dificultad en la audición impedía que en toda la clase se moviera un dedo; todo el mundo adelantaba la oreja para no perder detalle del extraño soliloquio, siguiendo el clima ascendente de intriga que no acababa de resolverse.
Después de unos convulsos pasos que empequeñecían todavía más el aula porque en tres zancadas se plantaba frente a su mesa partiendo de los percheros de la parte posterior de la clase, había subido a la tarima frontal, arrastrado la enclenque silla de madera y optado por desplomarse en ella con un quejido de carcoma que a punto estuvo de hacerle caer hacia atrás. Una risa nerviosa, tímida y prudente, rompió por un momento el silencio contenido de los alumnos pero, como si no hubiera reparado en el peligro, en la posibilidad muy cercana de haber culminado su escena con un número cómico de payaso de circo con caída de espaldas, continuó diciendo todavía más bajito:
-No traigo castigos. En mis bolsillos… -parada teatral mientras daba la vuelta a los bolsillos de su chaqueta y pantalón- … no hay castigos.
“En mi mesa… -abría los cajones uno por uno- … no hay castigos”
“En mi cartera… -increíble pero al volcarla hacia abajo no cayó nada de su interior- … no hay castigos”
“¡¡¡NO TRAIGO CASTIGOOOOOS!!!”
Así quedaba claro lo que hasta ese momento sólo era una suposición: sabía gritar. ¡Y de qué forma! Como si el grito le hubiera sacado de su letargo, arrancó de nuevo y esta vez en dos zancadas y media estaba de nuevo junto a las perchas, por detrás de la última fila de pupitres.
-Y si alguno quiere tomarme el pelo, sepan todos ¡que yo cojo a esos chicos y me los mareo, oiga!
Y acompañaba el “me los mareo, oiga” con un giro rápido de dos vueltas completas de su mano derecha, imitando un remolino, que terminaba por frenar en alto con el índice levantado. Definitivamente –ya no había duda- el hombre estaba transtornado y resultaba peligroso. Sabían a qué atenerse y la duda despejada acababa paradójicamente con la intranquilidad del grupo. Sabían aceptar con fatalismo el resultado del sorteo: ese año tocaba hueso. Era mejor que la incertidumbre, el no saber a qué atenerse. Estaba loco y había que aplicar el programa de comportamiento antilocos.
No sabían lo que se les venía encima porque aquella locura no era “normal” y les costaría entender su alcance final, tanto como todo el curso que ahora iniciaban y el que dos años más tarde, en cuarto y reválida, les tocaría repetir con el mismo profesor.
Jaime Urteaga lanzó el primer intento de apodo pero no cuajó. “Donangelsiseñor” era un personaje de tebeo de los de aquella época, probablemente del Pulgarcito pero, precisamente por eso, carecía de tirón. Para Jaime estaba bien porque siempre había tenido todos los tebeos que se le antojaron, pero para la mayoría, era casi desconocido y su discreto tufillo literario lo hacía inhábil para un mote que debía entrañar un sentido más profundo de humillación. Y además lo proponía Jaime.
Nadie sabe quién fue el autor excepto él mismo. Pero prefirió permanecer en el anonimato por aquello de que todo se sabe y un crimen de lesa majestad como llamar “el Pingüino” a un profesor a todas luces majara, entrañaba peligros de muy difícil predicción. Lo mejor era quedarse calladito. Y cuajó enseguida porque se ajustaba perfectamente a un personaje que, aunque vestido con americana y pantalón de tergal, parecía arrastrar una levita por esos andares tipo Groucho con el punto de gravedad desnivelado hacia delante, pasos rápidos aún en espacios limitados y balanceo de brazos con los puños de la camisa aflorando más allá de unas mangas notablemente cortas. En realidad toda la chaqueta resultaba corta, como desparejada de unos pantalones de dimensiones correctas, al menos en su longitud, pero que resultaban algo anchos en su porción superior para poder adaptarse a la anatomía de su propietario, de pelvis generosa y pierna larga.
Aunque la forma de andar no se correspondía exactamente con la de un pingüino porque lejos de caminar a pasos cortos con los pies juntos lo hacía a grandes zancadas, tampoco era cuestión de buscar un mote ajustado académicamente. Y aquel estaba bastante bien. Se quedó con “el Pingüino” y ese apodo hizo historia. Marcó varias generaciones de alumnos en una época en la que podían existir ejemplares como aquel, equivocados en su método pero entregados –forzoso es reconocerlo- a su labor. Castigó a sus alumnos –menos mal que no traía castigos en los bolsillos- pero se autocastigó con ellos en interminables prolongaciones del horario escolar, domingos incluidos. El sistema didáctico no podía ser más primitivo pero consiguió grabar a fuego un sedimento de cultura general que para todo el grupo, desde el alumno más empollón al de peores calificaciones, fue la percha en la que después se colgaron los demás datos adquiridos, el bagaje cultural de toda una vida.