
Los japoneses tienen fama de huraños, no en vano permanecieron aislados hasta hace bien poco en unas islas de las que sólo salían para guerrear con los vecinos. Pueden llegar a ser muy desagradables en los negocios y no estoy muy seguro de cómo sea la convivencia diaria para los extranjeros asentados en el país. De lo que sí estoy seguro es de que son la gente más agradable que un turista se pueda encontrar, no sólo en el trato formal sino en el fondo, en la esencia, en la sensación de calidez que se llega a sentir en los detalles sin importancia, en el roce de la calle, los comercios o restaurantes, que llega a ser impactante si tienen la oportunidad de mostrar su auténtico sentido de la hospitalidad.
¡Claro que la gente es amable en todo el mundo…! No he vuelto de ningún viaje sin la sensación de haber sido bien tratado, sea cual sea el país visitado. He corregido prejuicios sobre los ingleses, que siempre atienden una consulta en la calle aunque hables una jerga medianamente parecida a su idioma. Me han acompañado e incluso seguido para asegurarse de que tomaba el camino correcto, me han hablado despacio para que les entendiera y hasta perdonado el importe de un autobús por falta de cambio para no dejarme abandonado en una estación a las doce de la noche sin otra forma de llegar al hotel en el invierno de Londres.
En la calle de Estocolmo una pareja de munipas llegaron a decirme que no me preocupara de buscar un parkhauss porque, siendo extranjero, podía dejar el coche todo el día en el lugar que había mal ocupado. Estaba invitado por el Ayuntamiento.
Paradójicamente, el mayor chasco proviene de los franceses. Lo de la politesse es un verdadero camelo. Mucho s’il vous plait y mucho merci beaucoup pero no se te ocurra disputar una plaza de aparcamiento en la calle contra un coche que ha llegado cinco segundos después que el tuyo, porque entonces los très gentil monsieur se convierten en marchons les bataillons.
Pero los japoneses llegan a tocarte la fibra. Tienen unos detalles que son imposibles de olvidar. En mi primera visita a Japón aproveché la estancia en Tokio para explorar algunos puntos de interés en los alrededores. Puedes acercarte al monte Fuji o a los lagos de Hakone en una excursión que dura una jornada y volver por la noche al hotel. Eso hice para visitar Nikko, una pequeña población en medio del Japón más natural, a una hora en tren al norte de Tokio. La excusa para acercarse a este pueblecito encantador es la visita al conocido santuario Tosho-gu, un impresionante mausoleo erigido por el guerrero Tokugawa Iemtsu en honor de su abuelo Ieyasu, haciendo trabajar a 15.000 operarios durante dos años. Está escalonado en varios niveles a los que se accede por las puertas Yomeimon, Niomon y Karamon, con un tori gigantesco en la entrada, una pagoda, una fuente sagrada, el Rinzo o biblioteca de sutras y un cobertizo que alberga el caballo donado por Nueva Zelanda, decorado con una talla de tres monos de la sabiduría. En el punto más alto se encuentra el santuario exterior o Haiden y el interior, Honden, con la Torre del tesoro que alberga las cenizas de Ieyasu.
Toda una excursión en cuesta ascendente y escaleras que hay que tomarse con tranquilidad, pero lleno de alicientes en cada vuelta del camino y alguna sorpresa como la de toparse con una boda tradicional japonesa en la base de la pagoda.
Como guinda de este paseo encantador es imprescindible visitar y fotografiar el puente Shinkyo sobre el río Daiya que corre paralelo a la única calle del pueblo. Lo había visto en la guía de “El País Aguilar” –que recomiendo a cualquiera que se desplace a Japón- impactante por la belleza de su madera lacada en rojo a una altura considerable sobre el río y la bruma que desprende el choque continuo del agua sobre el cauce de piedras. El entorno de verde fulgurante contrasta armónicamente con el color del puente y crea una estampa irresistible que hoy es el fondo de pantalla de mi ordenador y la ilustración del primer artículo de esta serie sobre Japón.
Con tantas sensaciones, el paseo de vuelta a la estación del JR se hacía aún más agradable por ser cuesta abajo y por tener la oportunidad de curiosear los escaparates de pequeñas tiendas de sabor colonial, algunas casas de té y hasta una cabina de teléfono que nada tiene que envidiar en originalidad a las inglesas.
Todo el encanto se truncó en un minuto por la caída de una tromba de agua que nos obligó a buscar refugio en los soportales de la calle comercial mientras un torrente bajaba por la calzada y rebosaba los desagües. No tenía ninguna pinta de parar y no podíamos recorrer los quinientos metros que nos separaban de la estación sin quedar como una sopa en cuanto abandonáramos nuestro refugio. Tanteábamos el riesgo de una decisión heroica cuando de la floristería a nuestra espalda salió una señora que no hablaba otra cosa que japonés y nos ofreció -nos regaló- “el” paraguas. No “un” paraguas sino “el” paraguas, una maravilla impermeable con grandes flores cosidas en todo su contorno, en tonos verdes sobre fondo negro.
No consintió que tomáramos nota del lugar, no quiso darnos una tarjeta y sólo nos indicó que saliéramos con el paraguas haciéndonos entender –perfectamente- que no le debíamos nada.
Todavía no le pareció suficiente. Calculando que la cubierta de un paraguas no iba a protegernos del todo, entró en su comercio y sacó otro, éste más modesto, y se quedó allí, delante de la puerta, saludando con la mano a dos gaiyin que se alejaban bajo la lluvia protegidos por una obra de arte y por un estrambótico paraguas de color amarillo.